Nací en 1966, y aunque Bambi se estrenó mucho antes —en 1942—, mi primer recuerdo de cine no fue en una sala, sino en el calor del hogar, a través de la televisión. Aquella tarde quedó grabada en mí como una huella que nunca se borraría. La historia de aquel cervatillo que corría entre la nieve, con sus grandes ojos llenos de inocencia, se convirtió en el reflejo de una parte de mí.
Recuerdo con claridad esa escena desgarradora: la pérdida de su madre. El silencio, el miedo, la soledad. Era solo una niña, pero sentí el vacío, la herida profunda que deja una ausencia tan inmensa. Años después, el destino quiso que yo también viviera esa pérdida demasiado pronto. Y fue entonces cuando comprendí por qué Bambi me había dolido tanto... porque ya desde pequeña me preparó, sin saberlo, para uno de los golpes más duros de la vida.
Pero Bambi no es solo una historia de pérdida. Es también una historia de resiliencia, de crecimiento, de amor por los que quedan y de instinto de supervivencia. Bambi crece, se enfrenta al bosque, protege a los suyos. Y así me he sentido yo también: frágil al principio, fuerte con el tiempo. Aprendí a caminar sin la mano que más necesitaba, a seguir adelante, a cuidar de los míos con la misma ternura que un día me dieron.
Hoy miro hacia atrás y, aunque me duele, también agradezco. Porque ese recuerdo, esa primera película, me enseñó a sentir, a llorar, a luchar y a sobrevivir. La vida sigue, aunque cambie, aunque duela. Y en medio del camino, como Bambi, seguimos creciendo.
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